ARREBATO Nº3
El otoño se ha alargado este año y los días de lluvia me parecen una eternidad, algunas calles parecen océanos. El pavimento, de piedra, está lleno de barro y agujeros. La primavera no deja de reclamar a toda costa su lugar.
Aquellos largos días en que dejamos de ocuparlo todo, lo salvaje, lo natural, extendió sus semillas en libertad.
Intento respirar para apreciar ese olor de las rosas, de las gardenias y de los narcisos. De pronto me siento fatal, noto como mis pies se hunden en el barro, me abstraigo en la angustia, en el drama, en el dolor, en el miedo, en el vacío de la existencia misma. Estar, ocupar un espacio, respirar, el compromiso de solo vivir se me hace inabarcable. Siento el peso de cada año no vivido sobre mi cabeza y sobre mi espalda. Vivir es existir, vivir es solo estar. Trato de observar lo que ocurre fuera de mi cabeza, salir de este brote de angustia, explotar la burbuja de mí misma y que se destruya todo.
Frente a mí hay un niño que pasea a sus padres, el pequeño tirano somete a sus progenitores a una única ruta, la de sus deseos. Y pienso que tal vez, si yo tuviera que someterme a diario a las exigencias de un hijo, tal vez no tendría que someterme a las exigencias de mí misma. Sigo caminando y al otro lado, por la otra acera, veo un hombre parado, quieto en mitad de la acera, tiene los brazos cruzados y me mira fijamente, me exige algo, pero no soy capaz de adivinar de qué se trata, me siento presionada y halagada en un cincuenta, cincuenta. Con la mano me indica que me acerque, miro a mi alrededor, y todo discurre a gran velocidad, solo se puede distinguir a ese hombre y a mí, el resto de la vida son ráfagas. Tengo miedo de atravesar a toda esa gente difusa y desaparecer.
El hombre se encuentra ahora unos tres metros más cerca, en mitad de la carretera. Hago aspavientos para indicarle que le van a atropellar y me lanza una sonrisa, se burla de mí y la vergüenza me oprime el pecho y no me deja respirar. Me ahogo otra vez. En mi pensamiento las palabras se conectan y escucho la voz del hombre y su sonrisa burlona. Acelero el paso y subo el volumen de la música. Es la cuarta vez que vuelvo a escuchar “El mundo” de Love of Lesbian. Camino como si me persiguieran catorce sicarios y me sobrevolaran las palomas de la muerte.
Después de un rato escuchando música, camino con esa seguridad que posee el prodigio de la imaginación y creo proyectarme por el Paseo de la Herradura como Marina Abramovic, a pesar de ello, no me siento absurda.
Han pasado unas dos horas y no tengo ni idea de por qué lugares han discurrido.
Ahora me encuentro de nuevo con los pies en la tierra, en el Airas Nunes, leyendo y tomando un café. Levanto la cabeza para airear las dos últimas líneas y justo frente a mí está de nuevo ese tipo, ese tipo y esa sonrisa burlona. Me mira fijamente y esta vez, se ríe abiertamente de mí, sin ningún pudor. No está intentando seducirme, me está retando, lo ignoro. Sigo leyendo y después de una página levanto la cabeza y el hombre que me persigue ya no está, decido pagar y salir. Me levanto y sobre la mesa donde estaba sentado hay un libro, “La bala perdida. William S. Burroughs en México”. Me quedo fascinada y atrapada por la imagen de Burroughs en la portada, tiene una mirada entre la pérdida y el tormento. También me mira. En medio del café, mientras Burroughs me observa, hay una pareja, un hombre y una mujer, en realidad podría decirse que casi acaban de conocerse. Me gusta invadir las vidas ajenas, no lo puedo evitar. Ella es policía en Ames. Él es cartero en Lowell, Massachusetts. Necesito escuchar la historia del cartero cuanto antes, pero la policía acapara toda la conversación. Es una mujer segura de sí misma y que gana mucho dinero, antes no, antes trabajaba en una empresa en administración, trabajaba mucho y ganaba poco, por eso se hizo policía. Debo pensar que se trata de una inspectora. Él casi no tiene oportunidad de hablar, pero no parece molestarle. Ante la falta de datos no me queda otro remedio que imaginar. Vive en Lowell, Massachusetts, que es la ciudad donde está enterrado Jack Kerouac, antes vivía en Lincoln, Nebraska, allí tenía una ranchera con la parte de atrás cubierta. En Lowell su vida es otra. No tiene una ranchera, tiene un coche familiar, mujer y dos hijos. El niño tiene quince años y es muy alto y desgarbado, el pelo rubísimo y los ojos azules. La niña, de nueve, es idéntica a su hermano pero mide la mitad que él. Es verano en Lowell y hace muchísimo calor. La mujer y los niños acaban de entrar en una gasolinera a comprar agua para el camino. Se van de excursión.