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ARREBATO Nº1

Cuando regresé a casa los árboles habían crecido en el interior de algunos edificios igual que los pensamientos cansados de otros lugares lo habían hecho en mi cabeza. Me detuve por un tiempo indefinido y lleno de rarezas, de gente desconocida y lugares que ya eran.

Me senté junto a la ventana intentando encontrar la calma y las palabras. Me dormí y soñé con Desnos que me hablaba y me decía que la guerra aún no había terminado.

Tomé prestadas su voz y las palabras de su poema “En el fin del mundo”:

Algo grita en la calle negra en cuyo final el agua del
Río ruge contra las barrancas.
Esa colilla arrojada desde una ventana cambia en estrella...

(Una imagen interrumpe el poema, disculpad el inserto, pero es que esa estrella se volvió azul y la vi salir desde otra ventana. Desde el Hotel Chelsea atravesando la sexta y la séptima avenida. Disculpad, vuelvo a Desnos)

Algo grita una vez más en la calle negra.
¡Ah!,¡vuestras fauces!
Noche pesada, noche irrespirable.
Un grito se acerca a nosotros hasta tocarnos casi, pero
Expira justamente en el momento de alcanzarnos.

En alguna parte del mundo, al pie de un terraplén,
Un desertor parlamenta con centinelas que no
comprenden su manera de hablar.

Tomé prestadas otras voces siempre.

Escuché a Beckett hablándome desde su desierto y desaparecer. Escuché también a Bergman y a Tarkovski y a Delleuze que me hablaron de capturar el tiempo, de congelar el instante de la vida.

Los escuché largos días, pero a través de mi ventana solo apareció la imagen, nunca la voz. Y tras ella, otra imagen. Una tras otra iba componiendo la historia como una sinfonía en mi cabeza que se volvía muda en mi garganta.

Me serví un café y regresé justo al momento en que me había encontrado contigo por segunda vez, la primera.

Me senté nuevamente y a lo lejos empecé a escuchar palabras que reconocí como propias. Sentí una ansiedad que no era mía. Mi cuerpo era un desierto, pero bajo la arena había lugares repletos de gente que bailaba y se pavoneaba en paisajes ficticios y espacios sonoros.

Escuché aquellas palabras lejanas cada vez más cerca y mi voz salió desde esta ventana atravesando el aire irrespirable como esa colilla arrojada convertida en estrella azul.

Sentí que mi garganta era la tuya, que mis manos eran las tuyas, que mi voz era la tuya. Y te quise. Quise estar cerca de ti y preguntarte si el cowboy te ha dicho ya como se escribe sobre nada.

Hice un altar para vosotros. Para ti y para Robert. He puesto la ouija junto a mi ventana y sobre ella un jarrón con narcisos. Me he servido un café y he visto reflejada tu imagen en el cristal, trenzándote el pelo y tu voz, como saliendo del tablero:

El ojo sin culpa, la sonrisa radiante

pues él, su propio mensajero, se ha ido

ha atravesado el espejo de Orfeo

para vagar eternamente

en busca de la perfección

con estrellas tatuadas en azules tobillos


 

Narciso se ha ido. Entiendo tu dolor.

Busco su reflejo junto al tuyo en el estanque de mi ventana y las voces de los indios para que puedan invocarle.

Narciso y su pureza, su sentido primigenio.

Narciso aquél. El único. El que dio contenido a la belleza.

Me duermo siempre con la cabeza suspendida en el aire. Un acantilado separa mi cuello de la parte superior de la almohada y entonces empiezo a soñar.

Sueño todas las noches con Robert, él me espera en el portal y vamos juntos a Coney Island. Vamos en el barco y cuando nos bajamos, allí siguen todavía las atracciones destartaladas y la máquina de Zoltar. A la mañana siguiente me despierto y bajo al portal y allí está Robert esperándome otra vez, el círculo infinito.

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